María Magdalena era una mujer con cierta edad, educada en postulados a la
antigua usanza. Al ser hija única, el celo sobre estas premisas fue aún mayor. A
pesar de todo encontraba, siempre, algún resquicio por el que respirar algo de
libertad. Gustaba de la buena comida, ropa de calidad, y alguna que otra
escapada, que se traducían en viajes con su grupo de amigas. Sin olvidar a su
difunto Jesús Manuel.
El le enseñó todo aquello que no podía aprender por otros
medios. El trabajo de Jesús Manuel le permitía viajar, por lo tanto cruzaba la frontera a Francia. Viajes que aprovechaba para ir al cine y visionar
las películas que, aquí, eran imposibles de encontrar.
Mientras ella disfrutaba,
en su pueblo, de su “soledad”. Como buena hija, criada en las buenas
costumbres, cuidó de sus padres y cuando le llegó el turno a su esposo, también
cumplió con el deber. Siempre pagó, religiosamente, la cuota mensual de la
funeraria y ya tenía el ataúd elegido e incluso se lo llevó a su casa, pues era
un modelo que había salido al mercado con un número concreto de existencias, no
quería quedarse sin él. Pasado algún tiempo, cual sería su sorpresa que al
firmar la renovación del nuevo contrato con la funeraria, le daban la opción de
la incineración. No se lo pensó dos veces, cargo el ataúd y lo puso al lado de
los contenedores de basura y pensó: - Estamos en la era de las energías
renovables y del reciclaje, seguro que a algún pobre le hará falta y se lo
llevará. Yo me ahorro el gasto de años en flores y el estar yendo y viniendo
para aparentar.
Se dio media vuelta, rumbo a su casa, a la espera del desenlace-.
Olivia falcón
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